Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 91

La camioneta se detuvo en el lugar donde dejaban los tráilers, y Araceli se bajó sintiéndose incómoda, abrazándose con su abrigo. «No hace tanto frío», dijo Rodolfo, y Elpidia se rio.

Los hombres empezaron a lavarse en la toma de agua que había ahí afuera, y Elpidia desapareció dentro del pequeño tráiler que compartía con Araceli. Araceli tocó el papel que llevaba en su bolsillo, y caminó por la carretera de terracería que había entre los tráilers hacia la administración.

Emiliano hablaba mixteco, español e inglés. Llevaba ahí diez años, en el desierto que rodeaba a Indio. Cuando ella le entregó la nota y le preguntó qué decía, él le vio el pecho y Araceli apretó su abrigo. «¿En dónde encontraste esto?».

«En un cuarto. Me dio curiosidad». Araceli estaba sudando bajo el abrigo, y sintió la mano izquierda de la niña como una piedra de molcajete contra su piel.

Él leyó: «Quiero que me devuelvan mis...». Emiliano frunció el ceño y ahuecó las manos sobre su camisa. «Apenas me los pusieron el año pasado. Eran míos».

Pechos. Araceli vio que él bajaba las manos, sin decir la palabra. Luego, frunció más el ceño y dijo: «¿Qué clase de nota es ésta?». Le devolvió a Araceli la hoja y regresó a su tráiler, cerrando la puerta metálica.

Pechos. Quería que le devolvieran sus pechos. Le pusieron nuevos pechos en el hotel. No quería dárselos a la niña. La niña está seca por dentro, su piel es como pergamino y su corazón como una ciruela. Araceli caminó apresuradamente dentro de los naranjales en los que la fruta colgaba como cientos de rabiosos soles del desierto y los azahares ya habían florecido; parecían de cera, y eran blancos y perfumados. La niña se sacudía con los pasos apresurados de Araceli, y cuando ésta por fin llegó a la orilla del naranjal, se detuvo en el claro arenoso. Se desabotonó el abrigo y la niña rodó, con la cabeza colgando, hacia sus brazos. Araceli sintió que estaba a punto de llorar, y se imaginó las profundas cuencas de su propio cráneo.

La torre de riego, de concreto y achaparrada como el castillo de un niño, podía servirle de señal. Podría venir después, en noviembre, a dejarle una ofrenda por el Día de los Muertos. Las almas de los niños venían primero, de visita, y Araceli podía dejarle un humeante atole de leche con canela y azúcar. Los dedos de la niña como varas de canela, los ojos de la niña cerrados herméticamente, el pelo de la niña rojo y escaso como las espinas de algunos cactus que Araceli raspaba con un cuchillo.


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