Читать книгу Paisaje de la mañana онлайн | страница 75

Lo que nos resta permite adivinar lo que se perdió. Perdido más que por incuria, por deliberada intención de los nuevos amos. Poco o nada quisieron conservar estos de una lengua que sonaba a herejía. Se destruyeron los quipus; se opuso a tantas deliciosas fábulas la mitología cristiana, si así puede decirse; se pretendió abolir con el lenguaje todo fermento de insubordinación. «Habla en castilla», solían decir iracundamente al indio que tartajeaba frases de extraña sintaxis. No incurriremos en la cómoda injusticia de culpar a nuestros abuelos que siquiera fundaban en la Universidad de Lima la indispensable cátedra de quechua, suprimida más tarde. Nosotros todos tuvimos la culpa de ese abandono. El que esto escribe recorría hace un lustro los Andes del Perú en busca de minas de plata; y muchas veces en un tambo del camino quiso enterarse de la significación de esa canturria que exhalaba un indio acurrucado, con las manos cruzadas sobre el pecho, en la rigurosa actitud de las momias. «No haga caso, doctorcito, son tonterías de estos bárbaros», respondían invariablemente los compañeros de viaje, mestizos de la Sierra que se consideraban ya de casta superior por haberse doctorado en la Universidad. Cuando insistí en que me tradujeran, maravillóme esa poesía de alborada, llena de cosas estelares y de copos de algodón y de «palomitas».

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Parece, pues, llegada la hora de proceder al cabal inventario del pasado literario inca. No debe ocultarse que tal investigación es dificilísima, por lo mismo que no quedaron sino testimonios orales o las narraciones de los cronistas, a menudo inconexas, singularmente en lo que se refiere al acervo literario. «Con frecuencia –apunta Burga– hay notables discrepancias entre ellos, discrepancias que a veces son sólo de redacción y otras de fondo». Primero es necesario desentrañar en las mencionadas crónicas de conquista, en los itinerarios para párrocos de indios, en las primeras gramáticas quechuas, toda una serie de himnos, leyendas míticas, cantos de triunfo o hayllis, primeras fábulas o cuentos y, en fin, la admirable poesía elegíaca, el yaraví o haraui, queja amorosa, estridencia solitaria y nocturna que parece surgir del hondón de la raza. El investigador, el folklorista tiene que ir en seguida a las fuentes vivientes de tal poesía, así estén adulteradas por la larga convivencia con otro idioma (a tal punto que es corriente en la Sierra el canto híbrido en ambas lenguas, quechua y castellana). Afortunadamente el canto y la música han conservado muchas de estas canciones antiquísimas. A los esfuerzos precursores de Alomía Robles y de los esposos d’Harcourt se debe mucho en tal sentido. Con todo puede decirse comparativamente, si recordamos lo hecho en otros países de América –en el Brasil, por ejemplo– que nuestro folklore está en mantillas.


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