Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 134

Muy cerca ya de la plaza que todos llamaban «de los delfines», a causa de los delfines de hierro cuyo salto, inmóvil, recibía la cascada del agua de la fuente, Lidia vio una cafetería. Una pequeña terraza cubierta con un toldo. Pidió un café (descafeinado) y telefoneó a David. Aún estaba en la librería, pero se encontraba ya frente a la caja, pagando.

Mientras hablaba con David y le daba explicaciones sobre el lugar exacto en que estaba la cafetería, Lidia se fijó en una mujer que estaba sentada a una mesa algo más adelantada que la suya, hacia la izquierda.

¿Qué años tendría? Mayor que Lidia, sí. Llevaba ropa cara, se notaba a la legua, a pesar de la discreción de los colores. Predominaban los beiges y los marrones. El pelo, perfectamente arreglado en una melena corta, con mechas rubias. Delgada. Falda levemente por encima de la rodilla. La cara, que Lidia sólo podía ver en parte, cuando giraba un poco la cabeza, tenía un aire artificial. Operada, sin duda. Todo resultaba desajustado.

La mujer pidió vino blanco, justo en el momento en que Lidia volvió a dejar el móvil sobre la mesa. El camarero le sirvió una medida generosa, y depositó sobre la mesa un platillo de aceitunas. La mujer sacó de su bolso marrón una agenda de piel de cocodrilo, tomó un pequeño bolígrafo o lápiz portaminas dorado y se concentró ante las páginas de la agenda abierta, mientras su mano revoloteaba sobre el platillo de las aceitunas y la base de la copa de vino. La mano, tostada por el sol, gastada por la vida, pero muy cuidada, iba y venía. Un anillo de oro, ancho, de dibujos geométricos, refulgía en uno de sus dedos. Varias pulseras tintineaban en la muñeca.

Sonó el móvil de Lidia. David ya estaba muy cerca. Tal como habían convenido, no aparcaría el coche.

Bebió el resto del café que quedaba en la taza, pagó, echó una última ojeada a la mujer, y esperó, de pie en el borde de la acera, la llegada de David.

La mujer no había levantado los ojos fijos en la agenda.

Al cabo de un mes, más o menos, a Lidia le pareció ver de nuevo a la mujer de la terraza del bar. Venía andando por la calle de Goya con la mirada abstraída. Prácticamente igual vestida, igual peinada. Andaba muy despacio, como si tuviera miedo de caerse. No se detenía frente a los escaparates.


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