Читать книгу Paisaje de la mañana онлайн | страница 3

Las interrogantes que con mayor frecuencia se hacen los docentes abarcan las nociones básicas del género artístico, los autores representativos, las contiendas con las literaturas foráneas, los temas más convenientes o el desarrollo de la producción literaria en el país. Esta urgencia de conocimiento ha sido develada a causa de un fenómeno cultural inusitado de nuestro sistema educativo nacional: la eclosión de los programas de lectura en el ámbito escolar. Un impulso de aliento empresarial que ha puesto en agenda —frase al uso— una carencia cultural. Ahora los maestros se cuestionan sobre el acto de leer y qué leer, quieren conocer sobre literatura y sus manifestaciones, observar el proceso histórico de nuestra literatura, descubrir nuevos escritores, discernir entre obras de calidad y de consumo. Enhorabuena.


Empieza a ser una cicatriz del pasado la indolencia en el campo de la lectura y, más aún, ante el organismo vivo de la literatura. Hoy muchos de nuestros docentes se resisten a aceptar la precariedad de la crítica y las tentaciones del mercadeo editorial; advierten el embuste de ciertas promesas provenientes de empresas o autores, cuyos postulados desestiman la literatura oral, invalidan los textos clásicos bajo el estigma de tristes o pesimistas, excluyen la poesía como género inalcanzable, realzan ciertos valores conservadores y condenan al catálogo de libros prohibidos títulos consagrados que suenan políticamente incorrectos.

Es evidente que el Plan Lector del Ministerio de Educación y de las grandes editoriales ha impuesto un régimen de lecturas en las aulas e, incluso, fuera de ellas; se trata, en gran medida, de una voluntad encomiable. Sin embargo, las normas se aplican en colegios públicos y privados con diversa suerte. Y, sobre todo, dependiendo del estrato económico al que pertenezcan. Además seamos sinceros: es la reacción tardía a un cataclismo cultural que padecemos hace décadas. No podría calificarla de extemporánea —siempre estaremos a tiempo—, pero tampoco sacralicemos la advertencia de las pruebas PISA, pues nuestro descalabro cultural tiene larga data.


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