Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 19

Era más fuerte que yo. Salté la cerca, me acerqué a la ventana, golpeé despacio. La niña levantó los ojos a la ventana, pero no me vio, o si me vio, estaba absorta, la mente completamente involucrada en sociedad con su teclado. Si hubiese sido un oso polar o un dragón, habría tenido el mismo efecto. Se mantenía inmersa en cuerpo y alma en su tarea, y cuando levantaba los ojos y los pasaba por la ventana, su mirada tenía un brillo febril y desvariado, justo como alguien que hace el amor con el mundo. Llegué a golpear con los nudillos. No me veía. Podría ser yo granizo, o trueno con relámpago, y ella no me vería. De tal modo se encontraba concentrada que pude ver de qué libros se rodeaba: la Ilíada y la Odisea se encontraban en la primera estantería. La Divina comedia en la segunda, La guerra y la paz al lado. Eran títulos que, desde donde me encontraba, podía distinguir porque estaban encuadernados y las letras, de formato antiguo, habían sido grabadas en oro. Herencia de familia, claro. Una pena que no descubriera qué libros se apilaban sobre su mesa de trabajo. Tal vez Las iluminaciones, tal vez El cuervo, tal vez La mano al escribir este poema, pero ahora era yo quien inventaba, imaginaba que los libros que aquella niña leía eran los libros que yo misma acumulaba al lado de la computadora. Salté la cerca, gané la calle. Volví hacia atrás. Temí que, si seguía afuera, encontraría nuevas ventanas con luces rosadas. Esa misma noche decidí: regresaría a casa, subiría los seis pisos, me encerraría en mi única y verdadera oficina, allí, entre los harapos de ambición que me perseguían desde hacía mucho, como si ya no existiera nadie ni hubiera luces rosadas.

Yo misma encontré una lámpara de luz fría, entre azul y lila, que coincidía a la perfección con el hielo que me habitaba el corazón, y de nuevo el connubio entre mis manos se produciría. Pero algo se había roto. Era como si se recalentara una comida congelada. El sentimiento de alcanzar algo como la creencia o la fe o la rabia, aunque se sepa que uno no las alcanza —y en ese entretenimiento se vive intensamente—, como que alguna de ésas ya no estuviera presente entre mis manos y la máquina. Y eso sucedía porque yo sabía que por la ciudad brillaban muchas luces rosadas. Salía de noche, y las veía, aunque de forma menos nítida que en el campo, ese espacio primitivo que permite que las singularidades de las cosas se muestren en su desnudez brutal. El nacimiento, el amor furioso, la muerte, la invención de la vida por el arte, quedan expuestos en los lugares campestres como las bacterias en la lámina del microscopio. Con todo, escondidas en la opacidad de la ciudad, yo veía las luces. Apiñadas en medio del denso caserío, yo las detectaba. Salía por las avenidas, e incluso en el esplendor de la iluminación pública, las fachadas nítidas de noche como si fuera de día, allí estaban una y otra ventana iluminadas por la luz rosada. ¿Tejido, vidrio, acrílicos, fibras sintéticas de ese color? No importaba. El efecto era el mismo, la finalidad debía de ser la misma. Fue entonces cuando tomé una decisión.


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