Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 18
—¡Qué susto! —dijo ella—. Es que siempre hago este trabajo sin que nadie aparezca. Acostumbro trabajar en cualquier momento —dijo, poniéndose un guante pesado—. Y usted y el señor de enfrente pasan la mañana durmiendo. ¡No me sorprende! Pasan la noche escribiendo libros...
—¿El señor de enfrente también escribe libros?
—No lo sé. Lo que él me dijo es que estaba escribiendo uno. Pero no sé para qué. Hace días, cuando fui a su casa para hacer cuentas, vi que tiene un cuarto lleno de ellos. Hay trabajos en este mundo que son incomprensibles... —Tina avanzó hacia los arbustos, empuñando sus armas de jardinería.
Estaba confirmado, pero la idea de que alguien, justo enfrente, escribía un libro, tal como yo, superado el primer impacto, me parecía intolerable. Anormal e intolerable. ¿Cómo era posible que, separadas por escasos metros, dos personas escribieran cada una su libro? La tierra tan vasta, las calles tan largas, y pronto se daba aquella coincidencia, algo que tocaba en el fondo más profundo la ambición de quien escribe libros, la persecución de la singularidad. Ser único, al menos en términos de un considerable radio geográfico, es por cierto uno de los ingredientes de la pretensión de originalidad que siempre mueve a quien escribe. Extraño. Dos vecinos, una jardinera, dos libros. Y así, ese descubrimiento desencadenaría en mi persona, durante algunos días, un doble efecto. Por un lado, mis dedos unidos a la máquina electrónica avanzaron con destreza competitiva para alcanzar una meta imaginaria, la meta que yo creía que otro intentaba y, por otro lado, la idea de que alguien también estaría escribiendo con la misma velocidad me paralizaba. Y todo eso me hacía sospechar que el mundo tenía otro secreto escondido. Claro que no habría ningún enigma, pero era necesario enfrentar lo que fuera, como si hubiese algo y fuese superable. Cuando oscureció y las sombras se apoderaron de las viviendas y de los árboles, salí a la calle. Con cautela. Era lo que yo sospechaba. Allí estaba, después de una curva, otra ventana, y detrás de ella, con la espalda muy erguida, se encontraba una joven frente a un ordenador, y sobre la mesa, iluminándola a cierta distancia, una luz rosada.