Читать книгу La Reina Roja онлайн | страница 8
No lo defraudan. Desde los palcos es posible ver el líquido metálico y tornasolado que mana de la boca de Sansón. El sol de verano se refleja en él como en un espejo de agua, y pinta un canal que baja por el cuello del campeón hasta su armadura.
Esto es lo que divide de verdad a Rojos y Plateados: el color de nuestra sangre. Por algún motivo, esta simple diferencia a ellos los vuelve más fuertes, más listos, mejores que nosotros.
Sansón escupe, proyecta en el ruedo un rayo de sangre plateada. A diez metros de él, Cantos empuña su espada y se dispone a terminar con esto.
—Pobre tonto —murmullo.
Parece que Kilorn está en lo cierto. Un simple saco de boxeo.
Cantos avanza pesadamente por la arena con la espada en alto y los ojos encendidos. Pero se congela a medio camino y su armadura suena debido a la súbita pausa. Desde el centro del ruedo, el guerrero sangrante le arroja una mirada que cimbra.
Sansón truena los dedos y Cantos camina, en sincronía perfecta con los movimientos del alfeñique. Anda boquiabierto, como si se hubiese vuelto torpe o bruto. Como si hubiera perdido la razón.
Yo no puedo creer lo que ven mis ojos.
Un silencio de muerte recorre la plaza mientras miramos sin comprender la escena que se desarrolla bajo nosotros. Ni siquiera Kilorn habla.
—Un susurro… —suelto yo.
Nunca había visto uno en la plaza; dudo que alguien lo haya hecho. Los susurros son raros, peligrosos y efectivos, incluso entre los Plateados, incluso en la capital. Los rumores sobre ellos varían, pero todo se reduce a algo simple y estremecedor: pueden entrar en tu cabeza, leer tus pensamientos y controlar tu mente. Y eso es justo lo que Sansón hace en este instante, se abre paso con sus murmuraciones a través de la armadura y los músculos de Cantos hasta su indefenso cerebro.
Cantos alza la espada con mano temblorosa. Intenta resistirse al poder de Sansón. Pero fuerte como es, su mente no puede luchar contra el enemigo.
Otro giro de la mano de Sansón y la sangre plateada salpica la arena justo cuando, atravesando su propia armadura, Cantos hunde la espada en su propio vientre. Pese a que estoy en los asientos más altos, puedo oír el horrible chapoteo del metal que traspasa la carne.