Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 8
—De repente, las jóvenes generaciones quieren ir a estudiar a la universidad —dijo David Dagan con su profunda voz de bajo junto a su mesa del comedor—, ya nadie quiere trabajar en el campo ni en las plantaciones —y añadió en un tono muy duro—: debemos marcar unos límites en el asunto de los estudios superiores. ¿Alguien tiene alguna otra sugerencia?
Nadie discutió con él, pero el kibutz se compadeció de Nahum Asherov. A espaldas de Edna y de David Dagan decían: Esto no acabará bien. Y decían: Él es un auténtico canalla. Siempre ha sido un canalla con las mujeres. Y ella sencillamente nos ha dejado atónitos.
Nahum guardó silencio. Le parecía que todo aquel que se cruzaba con él por los caminos del kibutz se sorprendía de su actitud o se burlaba de él: Han seducido a tu hija, ¿es que no tienes nada que decir? En vano intentaba apelar a sus ideas progresistas en cuestiones de amor y de libertad. La pena, el desconcierto y la vergüenza llenaban su corazón. Cada mañana se levantaba y se dirigía al taller de electricidad, arreglaba lámparas y hornillos, sustituía enchufes viejos por otros nuevos, reemplazaba piezas estropeadas y salía con una larga escalera al hombro y una caja de herramientas en la mano a tender una nueva línea eléctrica hasta la guardería. Por la mañana, al mediodía y por la tarde aparecía en el comedor, se ponía en silencio en la cola del autoservicio, cargaba una bandeja con varios platos y se sentaba a comer con mesura y en silencio en un rincón. Siempre se sentaba en el mismo rincón. La gente le hablaba con delicadeza, como se le habla a un enfermo grave, sin mencionar ni por asomo su enfermedad, y él respondía parcamente con su voz grave, monótona, un poco ronca. Se decía: Hoy mismo iré a hablar con ella. Y también con él. Al fin y al cabo, aún es sólo una niña.
Pero los días fueron pasando. Nahum Asherov se sentaba cada día en el taller de electricidad, encorvado, con las gafas en la punta de la nariz, y arreglaba los aparatos que los miembros del kibutz le iban llevando: teteras eléctricas, radios, ventiladores. Una y otra vez se decía a sí mismo: Hoy después del trabajo iré allí sin falta. Iré a hablar con los dos. Entraré allí y diré sólo una frase o dos, y luego agarraré con fuerza a Edna por el brazo y me la traeré a casa a rastras. No a su habitación del centro educativo sino aquí, a casa. Pero ¿qué palabras podía utilizar? ¿Cuál sería la primera frase que diría allí? ¿Llegaría dando alaridos de ira o se contendría e intentaría apelar a la lógica y al sentido del deber? Buscó y no encontró en su interior ira ni resentimiento, tan sólo dolor y decepción. Los hijos mayores de David Dagan eran varios años mayores que Edna y ambos habían terminado ya el servicio militar. ¿Y si, en vez de ir allí, hablaba con uno de ellos? Pero ¿qué le diría exactamente?