Читать книгу La Reina Roja онлайн | страница 2

Mis hermanos partieron a la guerra cuando cumplieron dieciocho, y los tres fueron enviados a combatir a los Lacustres. Sólo Shade sabe escribir medianamente bien y me manda cartas cuando puede. De los otros dos, Bree y Tramy, no he sabido nada desde hace más de un año. Pero no recibir noticias es una buena señal. Las familias pueden pasarse años sin saber nada y un día hallar a sus hijos e hijas esperando en la puerta, con un permiso para quedarse, o felizmente dados de baja. Aunque lo común es recibir una carta en papel grueso con el sello real debajo de un agradecimiento escueto por haber entregado la vida de tu hijo. A veces hasta se reciben botones de su uniforme roto y desgarrado.

Yo tenía trece años cuando Bree se fue. Me besó en la mejilla y me regaló unos aretes para que los compartiera con mi hermana menor, Gisa. Eran unas cuentas de vidrio del tenue color rosa del atardecer. Nosotras mismas nos agujereamos las orejas esa noche. Tramy y Shade siguieron la tradición al marcharse. Ahora Gisa y yo tenemos engastadas en una oreja tres piedras que nos recuerdan que nuestros hermanos combaten en algún lugar. Yo no creí que tuvieran que irse hasta que apareció el legionario con su brillante armadura y se los llevó, uno tras otro. Este otoño vendrá por mí. Ya empecé a ahorrar (y a robar) para poder comprar unos aretes para Gisa cuando me vaya.

“No pienses en eso”. Esto es lo que mamá dice siempre, sobre el ejército, sobre mis hermanos, sobre cualquier cosa: Qué buen consejo, mamá.

Calle abajo, en el cruce de las veredas del Molino y el Caminante, la muchedumbre aumenta y más vecinos se suman a la marcha. Un grupo de chiquillos, ladrones en ciernes, revolotean entre el gentío con dedos pegajosos y escrutadores. Son demasiado jóvenes para ser buenos en esto, y los agentes de seguridad intervienen en el acto.

Una leve presión en la cintura me hace voltear, por instinto. Atrapo la mano lo bastante torpe para querer robarme, y la aprieto para que el diablillo no pueda huir. Pero en vez de un chico escuálido, veo frente a mí un rostro con una sonrisita de suficiencia.


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